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“Lo que hicimos entre Ruibérriz y yo no fue plato de gusto y es tan delito como un asesinato, en cualquier caso. Es más, técnicamente eso es lo que fue, y a un juez o a un jurado no les importaría lo más mínimo la verdadera causa que nos movió a cometerlo, y tampoco podríamos probar que fue la que fue”.

Mi último post fue sobre el amor que sentía Federico García Lorca por su amigo el catalán Salvador Dalí, lo cual expresó en un poema de amor que denominó Oda a Salvador Dalí, el cual fue transcrito en su totalidad.

Hoy quiero abordar otra de las tantas historias de amor de un hombre por una mujer. Se trata del contenido de una obra publicada con el título Los Enamoramientos. Esta novela la adquirí durante una de las visitas oficiales que durante el tiempo que permanecí al frente de la S.C.J.  realicé a Madrid, y donde para mí constituía una visita ineludible a la Casa del Libro, de la Gran Vía, impresionante librería. Realmente la compré creyendo que se trataba de Julián Marías,  otro escritor español y que quizás por la similitud de nombres no reparé en ese momento que la obra que había adquirido era de su hijo Javier Marías.

De su padre dijo en una ocasión Javier Marías cuando un periodista le preguntó que si le resultaba incómodo ser hijo de Julián Marías, lo siguiente:

“Sí, la verdad es que al principio, cuando empecé a publicar y era tan joven, hubo una situación un poco ridícula. Los escritores pueden ser hijos de zapateros, de carpinteros, de arquitectos, de médicos y a nadie le parece raro. En cambio, si un escritor es hijo de otro escritor, aunque sea de géneros distintos, parece sospechoso. La verdad es que mi padre no ha sido nada nepotista nunca, sino más bien todo lo contrario, y yo le debo muchas cosas, pero no realmente beneficios o favores a la hora de conseguir publicación”.

En otra ocasión dijo de su padre: No está bien que sea yo quien escriba este artículo. Es poco elegante que el padre hable del hijo o el hijo del padre. Pero el padre cumple ochenta años el 17 de junio y el hijo ha tenido que oír en su vida demasiadas sandeces en boca de imbéciles o de malvados. En este país casi nadie recuerda nada; de los que recuerdan; muchos falsean; y los que no tienen edad simplemente no saben. Además, en la literatura y el cine hay tradición de hijos justicieros, o vengativos o rencorosos. No me importa hacer por una vez ese papel. Este es un artículo, así pues, rencoroso, como podrían serlo los que escribieran los vástagos de otros republicanos, fuera cual fuese la profesión de sus padres. (Publicado por primera vez en El País, 16 de junio de 1994. Recogido en el libro Vida del Fantasma Alfaguara 2001).

En la primera edición de febrero de 2011 Alfaguara dice en la contraportada de Los enamoramientos lo siguiente: “Con una prosa profunda y cautivadora, esta novela reflexiona sobre el estado de enamoramiento, considerado casi universalmente como algo positivo e incluso redentor a veces, tanto que parece justificar casi todas las cosas: las acciones nobles y desinteresadas, pero también los mayores desmanes y ruindades”.

A esa obra me referí en uno de mis primeros tweets cuando luego de salir de la posición oficial que ocupara hasta el 28 de diciembre de 2011, alguien me preguntó lo que estaba haciendo y referí que estaba leyendo “Los enamoramientos”. Hoy quiero aprovechar para recrear con mis seguidores esa magnífica producción literaria.

Se trata de una extraña historia de amor que nos cuenta María Dalz, empleada de una editorial, la cual todas las mañanas iba a desayunarse a una cafetería, donde coincidía con una pareja de esposos compuesta por Miguel Desvern o Deverne y Luisa Alday, sentándose separados y sin dirigirse palabras, hasta que un día no volvieron a aparecer los esposos, debido a que el marido había sido asesinado con una navaja en plena calle por una persona  a quien se le atribuía la condición de indigente y que en la medida que iba dando navajazos gritaba improperios contra Miguel.

Luego de cierto tiempo, se encuentran en la misma cafetería, acercándose María a darle el pésame a Luisa por la muerte del esposo. De esa manera comienza entre las dos mujeres una relación que permite que en casa de la segunda María conozca a una persona que en la obra desempeña un papel fundamental. Se trata de Javier Díaz-Varela, amigo íntimo de la familia, pero de manera muy particular del esposo asesinado, quien de inmediato asume el papel de sustituto del fallecido en cuanto a las diligencias propias de un padre, entre ellas las de recoger en el colegio a los hijos en el  vehículo de Miguel.

En la obra se especula sobre la posibilidad de que Miguel en un momento de su vida le dijera a su íntimo amigo Javier que si alguna vez le ocurriese una desgracia, al faltar contaría con él para que se ocupare de su mujer Luisa y de sus hijos. Que en esas circunstancias él sería su repuesto. “No te retraigas por mi ausencia sino todo lo contrario: hazle compañía, dale apoyo y conversación y consuelo, ve a verla un rato a diario y llámala cuando puedas sin necesidad de pretexto, como algo natural y que pertenece a su día. Sé una especie de marido sin serlo, una prolongación de mí”.

Ante esa petición Javier le habría dicho a su amigo lo difícil que era convertirse en un falso marido sin pasar a serlo real a la larga. Que era muy fácil que la viuda y el soltero pronto se crean más de lo que son, y con derechos. “Si tú murieras un día y yo fuera a diario a tu casa, sería dificilísimo que no pasara lo que no debería pasar nunca mientras tú estuvieras vivo. ¿Querrías morirte sabiendo eso? Aún es más: ¿propiciándolo y procurándolo, empujándonos a ello?”

Nuestra narradora María Dalz, luego de la presentación que le hicieran en la casa de Luisa, se encuentra varias veces con Javier y de esos encuentros nace una relación de amor entre ellos dos, la cual se extiende hasta que una noche en la vivienda de Javier, ella escucha desde la habitación una conversación con unos visitantes, en la cual se revela que la muerte de Miguel fue propiciada por el propio Javier.
Al verse descubierto Javier, poco tiempo después admite su participación en la muerte de su amigo, y tratando de justificar el hecho le dice a María: “Tampoco voy a negar que quiera a Luisa ni que piense permanecer a su lado, estar bien a mano, por si un día se olvida de Miguel y da unos pasos en mi dirección: yo estaré cerca, muy cerca, para que no le dé tiempo a pensárselo ni a arrepentirse durante el trayecto. Creo que eso sucederá antes o después, más bien antes; que se recuperará como le pasa a todo el mundo, ya te dije una vez que la gente acaba por dejar marchar a los muertos, por mucho apego que les tenga, cuando nota que su propia supervivencia está en juego y que son un gran lastre; y lo peor que éstos pueden hacer es resistirse, aferrarse a los vivos y rondarlos e impedirles avanzar, no digamos regresar si pudieran, como pudo el Coronel Chabert de la novela, amargándole la vida a su mujer y causándole un daño mayor que el de su muerte en aquella remota batalla”.

La explicación que Javier le ofrece a María sobre la muerte de su amigo Miguel es que este le había confesado que debido a que estaba padeciendo de una visión borrosa en un ojo visitó al oftalmólogo, quien le ofreció un diagnóstico muy malo: un melanoma intraocular de gran tamaño y lo remitió a un médico internista, quien luego de una resonancia magnética determinó metástasis generalizada en todo el organismo, lo que en el lenguaje médico era “melanoma metastático muy evolucionado”. Luego de consultar Javier con un médico amigo, según le relató Javier a María, era que no solo no había curación, dada la extensión por todo el organismo. Apenas un tratamiento paliativo, o el que había era peor que la enfermedad. El pronóstico del fallecimiento, sin ese tratamiento, era de cuatro a seis meses y con él en no mucho más. El melanoma en el ojo hace que este se deforme y duela espantosamente, el dolor es por lo visto inaguantable. Que la única medida contra ese mal era extirpar el ojo, lo que los médicos llaman enucleación.

Cuando María le pregunta a Javier por qué Miguel no se suicidó, este le dice que como la mayoría de la gente, no se atrevía; que no quería determinar el cuándo; que quería morir, pero sin saberlo. María no queda convencida de la explicación que se le ofrece, pues no obstante las explicaciones Javier no conoce el nombre del médico amigo, ni del oftalmólogo, ni del internista.

Tiempo después de María haber roto sus relaciones con Javier, fue a cenar a un restaurante y allí se encontró sentados a la mesa a Luisa con Javier, quien al saludarla lo presentó como su nuevo marido.

Subyace en la obra la duda de si la muerte de Miguel fue promovida por Javier para quedarse con Luisa o realmente fue para evitarle los padecimientos propios del melanoma intraocular.

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