La República Dominicana de la actualidad  se encuentra en los albores de un estado social y democrático de derecho que hace de su función esencial convertir la persona en su centro de atención en cuanto a la protección efectiva de los derechos de la persona, así como el respecto de su dignidad y la consecución de los medios  que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa  progresiva, enmarcado en la libertad individual y justicia social, a condición de que sean compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos.
Como se observa, ese anhelo de superación y perfeccionamiento de manera igualitaria, equitativa y progresiva, solo tiene por límites el marco de la libertad individual y de justicia social que sean compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas.
El Estado, a fin de cumplir con una de sus misiones consistentes en velar por la paz y la seguridad de los habitantes que ocupan su territorio, ha organizado una estructura jurisdiccional con capacidad para solucionar las complejidades propias de las relaciones de la vida en sociedad, sin importar la naturaleza de esos conflictos y las fuentes que les dan nacimiento. Sin embargo, muchas veces su solución no está en manos del Estado, ni de los jueces, ni de los abogados en sí, cuando hay pretensiones de búsqueda con apego estricto a la ley, como lo harían los partidarios a rajatablas de la teoría interpretativa de la exégesis.
Existe una jurisdicción alternativa constituida por disposiciones que la norman, denominada jurisdicción arbitral, que pone en manos de juzgadores particulares la decisión de los conflictos que las partes ponen en sus manos en virtud del principio de la autonomía de la voluntad. Un principio importante se encuentra en nuestra legislación, contenido en el primer considerando de la Ley núm. 489-08, sobre Arbitraje Comercial, Publicada en G. O. No. 10502, del 30 de diciembre de 2008, según el cual: “el arbitraje es una figura jurídica de gran trascendencia en el ámbito comercial, ya que constituye una alternativa real para prevenir y solucionar de manera adecuada, rápida y definitiva los conflictos que se susciten en las transacciones de comercio nacional e internacional”.
El arbitraje está contemplado con una autonomía real, establecida por el artículo 8 de  la referida ley, cuando se sienta el principio de que no intervendrá tribunal alguno, salvo el mandato de la ley.
Independientemente de la discusión que pueda generarse con respecto a la naturaleza jurídica del arbitraje y de la fuente de nacimiento de la potestad que se le otorga a los árbitros para prevenir y dirimir conflictos y si vulnera o no el monopolio estatal de la jurisdicción, lo cierto es que la sumisión que hacen las partes a ese método alterno de resolución de conflicto, nace en el caso específico del reconocimiento expreso que hace la legislación dominicana de manera general, incluyendo la normativa interna como la internacional, pero de manera particular el reconocimiento que hace nuestra ley núm. 489-08, sobre Arbitraje Comercial, como una aplicación del principio fundamental de nuestros actos jurídicos que lo es el principio de la autonomía de la voluntad.
Una saludable disposición de nuestra ley, que en el pasado había sido objeto de cuestionamientos y por lo tanto de controversias, es que cuando un Estado, dominicano o extranjero, o ya sea una sociedad, organización o empresa, propiedad o controlada por el Estado, no puede invocar las prerrogativas de su propio derecho o principio de soberanía, para sustraerse de las obligaciones emanadas del convenio de arbitraje, o de los resultados del laudo arbitral, agrego yo. Tal fue el caso, si mal no recuerdo, de un préstamo del Estado Dominicano durante el gobierno del presidente Antonio Guzmán, por la suma de 185 millones de dólares, donde se discutía si el país podía someterse a una jurisdicción extranjera a través de una cláusula de arbitraje y con renuncia a los tribunales dominicanos. Hubo grandes discusiones sobre el tema y creo que hasta algunos trabajos de grado fueron presentados por estudiantes que optaban por un título de Derecho.
En la actualidad, como una consecuencia de la reforma constitucional del 26 de enero de 2010 el asunto no es objeto de discusión ante los términos claros y categóricos de su artículo 220, que textualmente dice así:
“Artículo 220.- Sujeción al ordenamiento jurídico. En todo contrato del Estado y de las personas de Derecho Público con personas físicas o jurídicas extranjeras domiciliadas en el país, debe constar el sometimiento de éstas a las leyes y órganos jurisdiccionales de la República. Sin embargo, el Estado y las demás personas de Derecho Público pueden someter las controversias derivadas de la relación contractual a jurisdicciones constituidas en virtud de tratados internacionales vigentes. Pueden también someterlas a arbitraje nacional e internacional, de conformidad con la ley”.
En principio, todas las materias o asuntos son susceptibles de someterse a arbitraje, pero existen tres causales que constituyen obstáculos legales para el mismo. Un primer grupo comprende aquellos conflictos relacionados con el estado civil de las personas, dones y legados de alimentos, alojamientos y vestidos, separaciones entre marido y mujer (lo que incluye los divorcios según mi parecer), tutela de menores y sujetos de interdicción o ausentes; hay que observar que esta limitación para el arbitraje comprende mayormente lo que en nuestro derecho se denomina derechos extrapatrimoniales.
En un segundo grupo de impedimentos nos encontramos con todos aquellos casos que conciernen al orden público. Esta noción tan amplia como necesaria para el mantenimiento del orden preestablecido, con un fuerte componente social, moral y político es otra causa impediente del arbitraje. En nuestro país, no solamente el artículo 6 del Código Civil prohíbe cualquier acuerdo en ese sentido, sino que también la Constitución política de la República dispone expresamente en su artículo 111 lo siguiente: “Las leyes relativas al orden público, la policía y las buenas costumbres, obligan a todos los habitantes del territorio y no pueden ser derogadas por convenciones particulares”.
Como se ve, los asuntos relativos al orden público no pueden ser objeto de ningún tipo de acuerdo, porque se trata de un imperativo constitucional.
Una tercera causa que impide que se celebre un acuerdo de arbitraje se refiere a todos aquellos conflictos que no sean susceptibles de transacción. Se parte de la idea de que si usted no puede transigir mediante un acuerdo de transacción, tampoco puede acogerse al arbitraje.
La fuente de nacimiento del arbitraje nacional se encuentra en el denominado: “Acuerdo de Arbitraje”, el cual consiste necesariamente en un acuerdo por escrito, mediante el cual las partes deciden someter a arbitraje de manera total o parcial las controversias que hayan o puedan surgir entre ellas, a consecuencia de una relación jurídica, sin importar que la misma nazca de un contrato o fuera de éste, lo que significa que no importa su naturaleza contractual o extracontractual.
En razón de que el acuerdo de arbitraje debe necesariamente hacerse por escrito es importante señalar qué se entiende por acuerdo escrito lo siguiente:
1ro. Aquel que está contenido en un documento firmado por las partes, lo que implica la existencia de un sólo documento que contiene la firma de las partes.
2do. Un intercambio de cartas, faxes, telegramas y correo electrónicos. Como en este caso se trata de un acuerdo por correspondencia es preciso esclarecer que en principio se trata de una oferta de arbitraje, que cae dentro de los denominados acuerdos por correspondencias, y que por lo tanto no basta con la oferta, sino que es preciso la recepción y aceptación del destinatario de la carta, faxes, etcétera, que haga el destinatario de la oferta de arbitraje.
3ro. Cualquier otro medio de telecomunicación que deje constancia del acuerdo y que pueda ser posteriormente consultado en soportes electrónicos, ópticos o de otro tipo.  
4to. Cuando en el curso de un proceso arbitral se haya procedido a realizar demandas y defensas y una de las partes afirma la existencia del convenio escrito y esa afirmación no es negada por la parte contraria.
Queremos destacar que según nuestro criterio, a pesar de lo categórica que es la ley dominicana en cuanto a exigir que el acuerdo de arbitraje deberá constar por escrito, esa exigencia no es a pena de nulidad del acuerdo, sino meramente para los fines de prueba. A favor de este criterio podemos argumentar, en primer lugar, el principio general de nuestro derecho que es el consensualismo: El “solus consensus obligat”, y en segundo lugar, el artículo 10 de la propia ley de arbitraje en cuanto a que la afirmación de una parte de la existencia de ese acuerdo en el curso de un proceso arbitral no negada por la otra.
En la legislación dominicana, existen dos formas mediante las cuales se puede adoptar el acuerdo arbitral: o bien se hace en el mismo contrato, mediante el cual nacen las obligaciones de las partes contratantes, o mediante un acuerdo independiente.
En el primer caso, el acuerdo surge conjuntamente con el contrato y en el segundo caso el acuerdo puede surgir en el mismo momento en que se celebra el contrato pero separado de éste, o posteriormente a la celebración del mismo. En esta última situación si el acuerdo resulta afectado de nulidad, el contrato no corre la suerte del acuerdo, salvo el caso, claro está de que se encuentre afectado por otra causa de nulidad.
Sin embargo, en el primero de los casos planteados, es decir cuando la cláusula de arbitraje forma parte del mismo contrato, ha sido objeto de cuestionamiento en doctrina y en jurisprudencia la cuestión delicada de saber si la suerte de la cláusula arbitral está unida a la del contrato en su conjunto.
El criterio generalmente aceptado en materia de obligaciones nacidas de un contrato general es que cuando se trata de una cláusula cualquiera de un convenio, los jueces están en la obligación de establecer si la cláusula impugnada ha sido la determinante e impulsadora del consentimiento de las partes para celebrar ese convenio. Si se comprueba que esa cláusula fue la que motorizó la voluntad de una de las partes, el contrato es nulo en toda su extensión. Si por el contrario, la cláusula no fue la determinante, pero si está afectada de nulidad, ésta debe ser declarada nula, mas el contrato se mantiene en los demás aspectos.
La discusión en nuestro país carece de importancia práctica porque la citada ley 489-08 consagra el principio de la autonomía del convenio arbitral, según el cual todo convenio arbitral que forme parte de un contrato se considera como un acuerdo independiente de las demás estipulaciones del mismo.
Sin embargo, hay un punto que queremos destacar y es la hipótesis que nos presenta el numeral 2) del referido artículo 11 en cuanto a que la inexistencia, nulidad total o parcial de un contrato u otro acto jurídico que contenga un convenio arbitral, no implica necesariamente la inexistencia, ineficacia o invalidez de ese convenio. En virtud de esta disposición, los árbitros son competentes para conocer y decidir sobre la controversia sometida a su pronunciamiento, incluyendo establecer conforme a las reglas de la materia de que se trata, las nulidades y vicios que contenga el contrato o el acto jurídico donde está contenido el convenio arbitral. De esto se deriva que los árbitros están facultados para apreciar las condiciones de fondo para la validez de los contratos que establece el artículo 1108 del Código Civil y que son, a saber: consentimiento de la parte que se obliga; su capacidad para contratar; un objeto cierto que forme la materia del compromiso; y una causa lícita en la obligación.
No obstante, no podemos soslayar lo que dispone la parte final del referido artículo 11, en cuanto a que cuando una sentencia judicial que haya adquirido la autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada declara la nulidad total de un contrato, el convenio arbitral no subsistirá.
Esa disposición del artículo 11 debe ser completada con el numeral 1) del artículo 20 de la misma ley que dice: “el tribunal arbitral estará facultado para decidir acerca de su propia competencia, incluso sobre las excepciones relativas a la existencia o a la validez del acuerdo de arbitraje, o cualesquiera cuya estimación impida entrar en el fondo de la controversia”.
En cualquier circunstancia en materia de arbitraje debemos de tener presente el principio establecido en nuestra legislación y consagrado en el artículo 1165 del Código Civil, según el cual las convenciones sólo surten efectos entre las partes contratantes. Lo que significa que con respecto a los terceros el acuerdo arbitral no surte ningún efecto.

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