Prólogo al diccionario jurídico inmobiliario registral de Wilson Gómez

Lugar: Biblioteca Nacional

Fecha: jueves 29 de abril de 2021

Hora: 6:00 p.m.

Es un gran honor que se me ha concedido de escribir unas notas a modo de prólogo para esta obra, pues por lo general esa tarea se le solicita a un amigo o a una persona a quien se admira mucho. Creo que la primera condición primó para mi escogencia. Cuando un autor me solicita prologar una obra pienso que debo hablar del autor y de la obra. No pretendo en esta ocasión hacer una excepción.

El autor

Conocí al autor posiblemente cuando ya era presidente del Colegio de Abogados de la República Dominicana (CARD), a quien admiré por sus buenas ejecutorias y su trato amable con sus colegas. Como se decía en una época: “era un caballero”. Sin ninguna duda fue uno de los buenos presidentes de esa entidad. Cesó en esas funciones y pasaron algunos años y no recuerdo haber tenido con él ningún contacto.

Cuando lo volví a ver ya ocupaba la posición de Registrador de Títulos del Distrito Nacional, donde de inmediato comenzó una labor encomiable y admirada por el orden que estableció y el espíritu innovador que imprimió en esas funciones. Lo que quizás pocas personas sepan o recuerden es que su designación en esa posición amenazó con provocar un conflicto sin precedentes entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial, pues era una época en que las competencias administrativas de algunas instituciones estatales no estaban del todo claras, como el caso de la Suprema Corte de Justicia. Pues resulta que fruto de esas circunstancias el Poder Ejecutivo, en la persona de su presidente, Dr. Leonel Fernández, siguiendo lo que había sido una tradición, designó a quien escribió esta obra, Registrador de Títulos del Distrito Nacional. Esta designación produjo una reacción del presidente y de algunos jueces del entonces máximo tribunal dominicano, argumentándose que esa designación correspondía al Poder Judicial y no al Poder Ejecutivo. A fin de ponerle término a ese conflicto entre esos dos poderes, me cuentan que el presidente de ese tribunal, el honorable magistrado Néstor Contín Aybar, convenció a los demás jueces para que se ratificara esa designación, que erradamente había tomado el presidente de la República. ¡Y qué bueno que eso ocurriera, pues, de no haber sido así, el país se hubiese visto privado de un servidor público de altas calificaciones!

Cuando asumí la presidencia de la Suprema Corte de Justicia, el 5 de agosto de 1997 volví a encontrarme con el autor de esta obra y luego de consultarle si tenía interés en mantenerse en esa posición y contestarme afirmativamente, sometí por ante el pleno de ese tribunal que fuese  confirmado en la posición; esto ocurrió sin mayores inconvenientes, salvo algunas voces contrarias, quienes sin cuestionar su comportamiento, entendían que por el hecho de haber sido designado por el presidente Fernández podía no ser lo suficientemente independiente. La población jurídica recibió con beneplácito esa confirmación.

Desde el primer momento se convirtió en un impulsador de la reforma judicial que se había iniciado con la escogencia de la Suprema Corte de Justicia por el Consejo Nacional de la Magistratura, convirtiéndose en una especie de tutor de los demás registradores. Él se preocupó no solamente de que ese organismo se renovara y se modernizara, trabajando muy estrechamente con la Dra. Piky Lora, quien era para esa época la Directora Nacional de Catastro, designada por el Poder Ejecutivo, quien se había empeñado en eficientizar los servicios de esa institución, de lo que también se beneficiaba el Registro de Títulos y la ciudadanía en general. Bajo su dirección se expidió en nuestro país el primer certificado de título en una computadora y se inició un proceso de automatización de todo el registro que dirigía. Cuando se comenzó a desarrollar el Programa de Modernización de la Jurisdicción Inmobiliaria (PMJT) fue designado por la Suprema Corte de Justicia Registrador de Títulos de San Cristóbal, pues este era un registro modelo de automatización y él era la persona idónea para dirigirlo. Luego de San Cristóbal pasó a ocupar la posición de Director Nacional de Registro de Títulos, desde donde impulsó la capacitación y modernización de los registros de títulos a nivel nacional, posición que ocupaba al momento de ser designado por el Consejo Nacional de la Magistratura, en el año 2011, juez del Tribunal Constitucional de la República, donde puso al servicio del país y del propio tribunal sus vastos conocimientos en el área inmobiliaria. Su paso por la jurisdicción inmobiliaria dejó huellas indelebles.

Su pasión por la Patria lo hizo desde hace mucho tiempo lanzarse en los brazos del Instituto Duartiano, donde luego de ocupar varias posiciones ha escalado en la actualidad, fruto de su fervor duartiano, la presidencia de dicha entidad. No muchas personas saben que el autor de esta obra es posiblemente el dominicano vivo que más conozca de la evolución del Escudo Nacional, al que le ha dedicado varias obras.

Estoy hablando del autor de la obra: Dr. Wilson Gómez Ramírez.

La obra

Cuantas veces me ha correspondido prologar un libro pienso en la producción manuscrita monástica que hacían los monjes sobre los antiguos pergaminos elaborados sobre las vitelas, que eran la piel de becerros nacidos muertos o muertos al nacer. Era época en que la reproducción de libros se hacía también en pergaminos y por copistas especializados en esa labor. Se considera que el libro manuscrito fue durante muchos siglos el único instrumento de difusión del pensamiento escrito. El advenimiento de las universidades en el siglo XIII forzó la necesidad de tener mayor cantidad de libros manuscritos. Esto se mantuvo hasta la aparición del papel, proveniente de la China y su llegada a Europa a través de los árabes. Como consecuencia de esa nueva forma de escritura, apareció la imprenta, cuya invención se le atribuye al maguntino Johannes Gutenberg, quien logró sus propósitos debido a un préstamo que obtuvo de un prestamista llamado Johann Fust, quien le hizo un préstamo por 800 florines e imprimió el primer libro, que fue la Biblia de 42 líneas. Se considera que sin la aparición del papel no habría sido posible la invención de la imprenta.

La tecnología y la digitalización en la impresión de un libro si bien constituye un excelente aliado para la difusión del pensamiento de los escritores, esto no ha sido suficiente para facilitar su circulación, pues otros factores, como son los costos, su puesta en circulación y su mercadeo, conspiran contra la industria del libro impreso. Escribir una obra en la actualidad es posible que solo requiera del intelecto del autor, pero que ella llegue al público es una hazaña y reto que hay que enfrentar todos los días.

Al escribir esta obra que su autor ha denominado Diccionario Jurídico Inmobiliario Registral, se me ocurrió buscar lo que significa para la Real Academia de la Lengua la palabra diccionario y me encontré que viene del latín dictionarium y que significa repertorio en forma de libro o en soporte electrónico en el que se recogen, según un orden determinado, las palabras o expresiones de una o más lenguas, o de una materia concreta, acompañadas de su definición, equivalencia o explicación.

Recuerdo que siendo estudiante de derecho mi primer diccionario que compré fue el Diccionario jurídico, del argentino Dr. Juan D. Ramírez Gronda, en su quinta edición muy ampliada, adquirida en la Librería Universitaria, C. por A., por la suma de RD$2.75 y cuando los teléfonos tenían tan solo cuatro dígitos, en el caso de esa librería era el número 2-4460; era el diccionario jurídico recomendado en la única Escuela de Derecho que existía cuando me inscribí a principios del año 1965, que era la de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Lo primero que aprendí en ese diccionario fue que en la letra A, al comenzar, el autor recuerda, quizás para acentuar dicha letra, lo que decía Cicerón, que en Roma, la A se llamaba letra salvadora o saludable y ello por el siguiente motivo: cuando los jueces debían de pronunciarse en juicio, se les entregaban tres tablillas, una con la letra C., que significaba, condeno; otra con las letras N. L. que quería decir, non liquet, o sea, el delito no está probado; y una tercera con la letra A. que significaba absuelto.

En la primera edición de 1942 de ese diccionario de Ramírez Gronda, dice Carlos Cossio: “Combinado el juego de todos estos valores propios, podría decirse que dos cosas cobran fisonomía en el vocabulario de este DICCIONARIO JURÍDICO. Por un lado, la posición eminente que se confiere a las enunciaciones de la ley, cuando la doctrina no ha encontrado motivos para rectificar el substrato teórico del legislador. En estos casos se deja al propio texto legal la tarea de enunciar, de definir, de clasificar; con lo cual el contacto entre el lector y el Derecho gana en intimidad lo mismo que ha ganado en patencia”.

Los abogados estamos acostumbrados a que se publiquen obras que recogen en repertorios las decisiones de los tribunales, a través de las recopilaciones jurisprudenciales, cuya importancia práctica nadie contradice, pues a través de ellas conocemos la orientación que siguen nuestros tribunales en sus sentencias. Pero no es frecuente que nos aboquemos a publicar un diccionario de términos jurídicos. En nuestro país no es una práctica frecuente.

Esta obra, a pesar de que por su título está llamada a tratar asuntos jurídicos relativos a lo inmobiliario registral, desborda los límites de su título y trasciende a otras áreas del derecho dominicano, incluyendo terminología de uso en otros países, lo que le imprime un extra, pues nos lleva a conocer figuras y términos que regularmente escapan al quehacer diario del abogado nuestro. En dicha obra, en muchas ocasiones no tan solo se definen las figuras jurídicas y órganos, sino que contiene cuáles son sus funciones. Es decir, no se queda la obra en un aspecto meramente definitorio, sino que ella nos ofrece conceptos de atribuciones y de funciones. Como un ejemplo de lo anterior basta con leer lo que se considera registro de la propiedad o registro de títulos.

Quiero terminar con el epitafio que escribiera en 1728 el mismo Benjamín Franklin, cuando tenía 22 años y que aparece en su tumba, que dice así:

Epitafio:

El cuerpo de

Benjamín Franklin

Impresor

(Al igual que la cubierta de un viejo libro,

sus páginas destrozadas y sus letras borrosas)

yace aquí, como comida para los gusanos.

Pero el trabajo en sí no se ha perdido

porque aparecerá (como él lo creía)

una vez más, en una edición

más elegante, revisada

y corregida por el autor

Dr. Jorge A. Subero Isa

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